Foro Independiente de Trabajadores de la Cultura Salta

Foro Independiente de Trabajadores de la Cultura de Salta. Participa y aporta al cambio cultural

viernes, 10 de septiembre de 2010

La identidad como problema



Por Santiago Sylvester

(Este texto fue publicado en "Agenda Cultural" del diario El tribuno el 27 de abril de 1997.)

De derecha a izquierda: Sylvester, Aduriz, Müller y Caro Figueroa
            La pregunta por la identidad cultural de una región, o de una provincia, esconde una serie de preguntas que se derivan de la primera, y que están referidas a qué es la identidad de un pueblo, cómo se manifiesta, para qué sirve, y cuál es la dosis de expresiones propias y ajenas en la conformación de una cultura. Desde luego, no estoy en condiciones de responder ahora a todo esto, y además excedería los objetivos y la extensión de una charla como ésta. Puesto a reflexionar sobre la identidad cultural de Salta, o sobre qué circunstancias o elementos caracterizan a la cultura de Salta, voy a ponerme dos límites: uno, temporal: sólo abarcaré los últimos cien años de la cultura salteña, de modo de tener una perspectiva amplia, pero no ilimitada; y otro referido a la materia: me centraré preferentemente en la poesía, que es lo que más conozco, aunque haga ocasionales incursiones punibles en otros campos.

            Qué es, pues, la poesía de Salta; o, enunciada de otro modo, en qué consiste la salteñidad de la poesía de Salta, es la pregunta que intentaré responder ahora.

            Este solo planteo, me remite a la conversación que tuve hace algunos años, en Madrid, con Pepe Avello, un amigo español. Se asombraba este amigo de la persistencia argentina (y yo diría, sobre todo porteña) en preguntarse por su identidad: la obsesión por el origen, por saber quiénes somos, qué hacemos aquí, y qué explicación daremos, como consecuencia del análisis del yo social o colectivo, a nuestros triunfos y fracasos. Éste es un asunto que, como se sabe, ha ocupado extensamente el pensamiento nacional; se han organizado simposios sobre el tema, se han escrito libros, monografías y se han elaborado teorías especiales para explicar en qué consiste ser argentino, en qué nos caracterizamos. A mí me gusta recordar que la palabra ‘argentina’, referida a nuestro país, proviene de un poema y de un equívoco. El poema es “Argentina y conquista del Río de la Plata”..., de Martín del Barco Centenera, un arcediano nacido en Logrosán, que escribió este poema, a modo de crónica, para deslumbrar a sus compatriotas contándoles lo que vio en su viaje por estas tierras. Al parecer vio, por ejemplo, hombres con la cara en el estómago, animales fantásticos, que se iban convirtiendo en otra cosa con el paso del tiempo: por ejemplo, unos que nacían en una cañas, se convertían en mariposas, luego engordaban y perdían las alas, por lo que venían a dar en una especie de ratones que el poeta definió como ‘anfibios de espantable compostura’. Por fin cuenta cómo volvieron a España: el barco fue tomado por los demonios, y el capitán se dio cuenta de que, cuando él daba una orden, por ejemplo la de avanzar hacia el norte, el barco hacía lo contrario y avanzaba hacia el sur; entonces resolvió dar órdenes opuestas a las verdaderas y así fue como pudieron desembarcar en Cádiz. Este es el poema donde por primera vez aparece la palabra ‘argentina’ referida a esta tierra. Y el equívoco está en que, como se sabe, ‘argentina’ en latín, “argentum”, significa plata. De modo que esta tierra ya tuvo en su origen el equívoco de su nombre, porque como todos sabemos, las minas de plata a las que hacía mención la denominación, están al norte, en lo que nunca fue estrictamente Argentina, y ahora es Bolivia. Basándonos, pues, en estos datos, sumados a otros que no vienen al caso, no es casual que una de nuestras preguntas reiteradas sea precisamente por la identidad, ni es de extrañar el éxito que tuvo el psicoanálisis en Buenos Aires: recuerdo que un libro de recopilación de crónicas porteñas que tengo en mi biblioteca lleva un título muy decidor: “Buenos Aires, de la fundación a la angustia”. Y sin embargo, Pepe Avello, mi amigo español, que es un novelista que anduvo hace algunos años por Argentina, y también por Salta, llegaba a una conclusión distinta, tal vez algo llana, pero sin dudas atinada: si los argentinos -decía- supieran cuán distintos y particulares resultan vistos desde afuera, se dejarían de fastidiar con su obsesiva pregunta acerca de la identidad.

            Por supuesto, esta es una pregunta que se seguirá haciendo, pero la opinión de mi amigo apunta a algo revelador: la identidad está dada, en gran medida, por la mirada del otro. Es decir, el reconocimiento ajeno a la identidad propia resulta, al menos, tranquilizador con respecto a esta cuestión. No digo que calme la angustia acerca de qué haremos con nosotros mismos, pero por lo menos nos trae el alivio de comprobar que alguien sabe que existimos, y que somos reconocibles.

            Recuerdo un cuento de Antonio Di Benedetto, “Caballo en el salitral”, que empieza, precisamente, con la angustia, no de identidad, sino de existencia, de dos personajes que conversan en la cordillera. Ven pasar un avión, y uno de los hombres se pregunta: -¿Serán Zanni... el volador?-. El otro le contesta: -No puede... si Zanni le está dando la vuelta al mundo-. Entonces el primero plantea la cuestión de fondo: -Y qué, ¿acaso no estamos en el mundo?-. A lo que el segundo personaje contesta: -Así es, pero no lo sabe nadie aparte de nosotros.

            Desde luego, esta no es la situación de la cultura de Salta. Cito el arranque de este cuento como marco general del problema de la identidad, que comienza lógicamente con el más agudo de la existencia. La cultura de Salta existe y, además, ha sido reconocida como un casillero distinguible dentro del tablero general de la cultura del país. Durante muchos años, en Argentina, ha existido, y todavía perdura, la conciencia de que, ante un poema, un cuadro, una expresión artística determinada que reuniera ciertos elementos, se estaba ante una realización de Salta; que era como decir, ante un producto regional. La pregunta consiguiente es: ¿qué se veía para llegar a una conclusión como esa? O dicho de otro modo: ¿Cuáles eran los elementos constitutivos de esa experiencia artística para que sea reconocida como salteña? Yo diría que básicamente dos: descripción del paisaje y exaltación celebratoria de ese paisaje. Esos han sido, en general, los elementos específicos que, tanto para las manifestaciones folklóricas, como para la llamada poesía culta (usando una dicotomía tal vez en desuso, pero que sirve para entendernos), han ayudado a caracterizar la producción regional y, por ende, la de esta provincia.

            Sin embargo, conviene preguntarse si siempre ha sido así. Y esta pregunta no es mera curiosidad histórica, sino que indaga por el núcleo del tema de esta charla: indaga por la identidad, por cómo se configura una identidad, por qué elementos se incorporan y qué elementos se abandonan en el transcurso histórico de una comunidad. En el fondo, esta pregunta indaga por la tradición de un pueblo.

            Me parece importante recordar que la palabra tradición significa etimológicamente entrega. Traditio, del latín, entrega. La tradición es, pues, la entrega histórica que una generación, o una sucesión de generaciones, hace a la generación presente. Se trata, desde luego, de una entrega en bloque: un conjunto complejo, con un material de arrastre, formado por modos, costumbres, rituales, acontecimientos, memoria y trabajos realizados. En esa entrega vienen, como no podía ser de otro modo, cosas útiles e inútiles, cosas que sirvieron para un momento determinado y que resultan impracticables en otro, y también llegan las bases más sólidas sobre las que se construye la permanencia necesaria de un grupo humano. Desconocer la tradición, puede ser suicida; y respetarla a rajatabla, estéril. El problema, como siempre, es qué uso se hace de los dones recibidos. Albert Camus tiene una frase excelente que, citada de memoria, viene a decir que la tradición es algo demasiado importante como para dejarla en manos de los tradicionalistas. Además de la ironía que esconde, esta frase apunta a una distinción tajante: la tradición, en manos de un tradicionalista, es un cuerpo muerto, un lastre que tiende a inmovilizar; mientras que, con una visión activa, la tradición sirve para trabajar con ella, hacerla útil y darle continuidad. La tradición, en manos de un tradicionalista, termina siendo un decorado, pomposo y no excento de belleza, pero sin vida adentro, habitada por sombras y fantasmas. Mientras que la tradición, concebida progresistamente, sirve para la vida actual. Entiendo que la diferencia se basa en el sitio en el que nos paremos: el tradicionalista está instalado en el pasado, y desde allí concibe la realidad actual; el progresista se sitúa en el presente y, desde aquí, analiza y selecciona aspectos del pasado. La consecuencia de una actitud y otra tiene rasgos radicalmente distintos: uno, recibe el bloque tradicional sin retaceos ni inventario previo; el otro analiza la entrega, discierne sobre el contenido y elige finalmente lo que le conviene. Para uno, la tradición adquiere un sesgo peligrosamente sacramental, la mira con veneración y suspende todo juicio sobre ella, como no sea la aceptación a libro cerrado; y el otro se permite la libertad de optar. 

            En este sentido, me permito decir que los grandes momentos de la literatura de Salta han estado marcados por una mirada atenta a la tradición, pero también al viento de la época; y esto ha permitido sumar a la realidad salteña, en esos momentos de más creatividad e importancia objetiva, una comprensión abierta del mundo. Un breve repaso a algunos hitos nos permitirá, por vía de ejemplo, analizar sus contenidos.

            El primer gran poeta que ha tenido Salta es, en mi opinión, Joaquín Castellanos. Es el primero que logra una obra desplegada, con un perfil sólido, no sólo intenso sino también extenso. Su obra fundamental está contenida en ‘El borracho’, su poema más difundido, ‘El nuevo edén’ y ‘El viaje eterno’: tres largos poemas que, dicho en un sentido general, pero muy aproximado, no tienen a Salta ni a la región como referencia. Salvo algunas coplas y algunos poemas menores, los temas de Castellanos fueron los propios del romanticismo del siglo XIX: el hombre enfrentado al destino, ante un abismo metafísico y una naturaleza abstracta que, lógicamente, tenía muy poco que ver con la concreta donde el hombre habita. Su fuerza era “victorhugoneana”, ese empuje vital que en Argentina tuvo muchos seguidores, como por ejemplo Olegario Andrade, con su ‘Nido de cóndores’, o los poemas más sonoros de Almafuerte. Dejo deliberadamente de lado su obra de reflexión política que, por su misma intención, está referida a la realidad más cruda e inmediata: no podemos olvidar que Castellanos fue un político activo, gobernador de Salta, y en esas condiciones es imposible que sus planteos sociales no tocaran los problemas de la provincia. Pero también es un hecho que su creación literaria está referida, en todo caso, a problemas que, aunque impliquen los problemas locales, no tienen referente regional: no es lo mismo hablar de la condición humana que situarla en un lugar geográficamente reconocible. Lo que hizo, por lo tanto, fue abastecerse de su época, estar atento al periodo concreto que le tocó vivir, y traer a Salta la visión más renovada del siglo XIX para sumarla con éxito (y este éxito es lo definitivo) a la cultura local.

            El primero que, cronológicamente hablando, atiende a la temática local es, como se sabe, Juan Carlos Dávalos. Lo hace de un modo deliberado y casi excluyente: se da cuenta de que este tema tiene suficiente prestigio como para darle jerarquía literaria; es el fundador de un sitio literario; es el que por primera vez aborda los temas populares y regionales. Esto ya lo había hecho, por supuesto, la poesía anónima y popular: señaladamente, la copla, que tiene una presencia impresionante en las recopilaciones de Juan Alfonso Carrizo, Di Lullo, etc. Pero en la literatura más elaborada, Dávalos es el primero que, tanto en su poesía como en su prosa, e incluso en sus apuntes biológicos, se ocupa sistemáticamente de la zona.

            El caso de Dávalos resulta sugerente, desde el punto de vista desde el que estoy hablando, porque él no vio, ni le interesó ver, la poesía de su contemporaneidad. No olvidemos que a principios de este siglo hizo eclosión el movimiento literario que se conoce como vanguardia: el dadaísmo, el surrealismo, el ultraísmo, la incorporación del psicoanálisis, de la libre asociación, y la ruptura formal. En Argentina también este movimiento convulso, “la belleza convulsa”, como la nominó Breton, tuvo representantes importantes, empezando por Borges y su generación, y un poco antes Ricardo Güiraldes que había publicado poesía vanguardista, muy afincada en su momento. Dávalos, en este sentido, no atendió a su época, más bien la ignoró por sistema: estuvo formalmente asido al pasado, a la poesía española del siglo XIX, al siglo de oro, e incluso a los poetas anteriores al siglo de oro, como Manrique y el marqués de Santillana.

            Y, sin embargo, hay un hecho fundamental, que no es posible soslayar: cuando Dávalos empieza a escribir, en Latinoamérica había comenzado a desarrollarse un movimiento, que tuvo amplia difusión y exponentes extraordinarios, que se llamó “literatura de la tierra”. Se trataba, en un comienzo, de una corriente de nacionalismo romántico, que rápidamente se ramificó en varias direcciones, que se especializó en dar cuenta de la temática local, con fuerte presencia de lo rural, casi prescindente de la cuestión urbana, lo que significaba en términos de reflexión estética, y de visión política, un llamado de atención sobre los problemas más visibles del continente, que, a pesar de su evidencia, habían tenido poca recepción literaria. Desde México a la Patagonia se implantó la necesidad de dar testimonio, y Dávalos se incorporó de un modo natural y corriente, sacando su mejor literatura de la proximidad rural que le daba por entonces la propia ciudad de Salta. De modo que, si bien en lo formal prescindió del entorno mundial, no hizo lo mismo en cuanto a los contenidos: el tema de Dávalos, los asuntos que fueron su obsesión, eran los propios del continente americano en el periodo que le tocó vivir. Un repaso rápido nos recuerda a Icaza, José Eustasio Rivera, Rómulo Gallegos, Mariano Azuela, Carpentier, etc., y ya en Argentina a Bufano, Daniel Ovejero (cuñado del propio Dávalos), Adán Quiroga, Ricardo Güiraldes y, aquí en Salta, a Federico Gauffin.

            La “literatura de la tierra” tuvo una presencia definitiva en la conformación cultural de los años siguientes. Recordemos que el grupo “La Carpa” nació, por los años 40, con el propósito explícito de celebrar el paisaje, el hombre en su hábitat, y de dar testimonio de la región, eludiendo el folklorismo.(Esto es casi un extracto de su manifiesto). Los poetas de “La carpa”, y otros poetas que no integraron este grupo, pero que adhirieron a sus propuestas, sí estuvieron, contrariamente a la actitud de Dávalos, atentos a las renovaciones formales de su época. La influencia de Neruda, Vallejos, la generación española del 27 y, en general, los aportes de la poesía de vanguardia, está presente de distinto modo en todos ellos. Por otra parte, este grupo nació, significativamente, con una intención que no se limitaba a lo local sino que abarcaba la región. La adscripción evidente de estos poetas a la “literatura de la tierra”, más la eclosión extraordinaria del folklore por esas fechas (a la que contribuyeron varios de estos poetas), fue determinante para que ocurriera ese fenómeno que señalé al comienzo: la identificación de un tipo de expresión literaria (celebrante y referida al paisaje) como poesía arquetípicamente salteña. Esto, desde luego, sólo fue posible con el aporte de circunstancias plurales; señalo dos: la calidad indudable de esos poetas, y la necesidad social de los asuntos que trataban. La poesía que escribían fue recibida como algo con lo que era posible identificarse; es decir que, además de haber sido en muchos casos ejemplos de poesía social, también fue una poesía que cumplió un papel importante en la sociedad.

            No sé si la “literatura de la tierra”, como corriente hegemónica, ha terminado; pero sí creo que la repetición del modelo (y esto es algo que también se advierte en todo el continente) produce un resultado ya desactivado, sin el asombro original y, sobre todo, como pasa siempre en estos casos, ya transformada la materia, que fue intensa, en retórica y tópico regional. Esto se ve hoy con claridad en una de las derivaciones más importantes de la “literatura de la tierra”, que es el realismo mágico: la desmesura deslumbrante de sus mejores representantes fue derivando hacia el aburrimiento que produce hoy, al menos a mí, la reiteración de sus recursos, como si las situaciones fantásticas y los sucesos en contra de las leyes de la física se hubieran transformado en la más previsible de las soluciones literarias. Es que no es posible simular asombro donde sólo hay efecto, como es desabrido jugar a no saber lo que ya se sabe. También en la poesía local, sobre todo en su proyección folklórica, hemos visto este fenómeno: “el tierno olvido lila”, de Manuel Castilla, refiriéndose a la flor del tarco, o el clima de templanza que consigue Raúl Aráoz Anzoátegui cuando habla de “mis amigos que traen su guitarra en la noche para salir desde mi corazón”, o las metáforas brillantes de algunas letras de Jaime Dávalos (pienso, por ejemplo, la ‘Vidala del nombrador’), han sido un firme peldaño para hacer pie; pero el trastoque que, a partir de esos logros, han hecho algunos poetas que quisieron afincarse miméticamente en esas muestras indudables de “salteñidad”, dio un resultado desteñido y prescindible. Esto es así porque, en arte, una misma herramienta no es buena para todos; y lo que cuenta, desde luego, no es la herramienta sino el resultado.

            La creación posterior viró, como se sabe, hacia otros rumbos. No creo que se haya desligado del entorno pero es bastante evidente que el entorno salteño se modificó, la vida en Salta se nutrió de otras consistencias, y esto tenía que generar otros resultados. En primer lugar, la vida en Salta tiene menos proximidad rural, las tareas del campo son más técnicas y algo más desprovistas de mística, y, por otra parte, los problemas generales de la gente, hoy por hoy (y desde hace varios años), son urbanos, y esto ha tenido una lógica consecuencia en la cultura local. Poetas como Walter Adet, Jacobo Regen, Teresa Leonardi Herrán u Holver Martínez Borelli, para sólo citar unos cuantos nombres, llevaron sus inquietudes literarias a zonas totalmente distintas; practicamente dejaron de tener al paisaje como referencia y, sobre todo, cambiaron los recursos estrictamente literarios, como si de pronto no hubieran encontrado razones para el canto y la celebración. Otros poetas vinieron a mostrarnos una realidad que estaba ahí, pero que no había tenido expresión literaria: pienso en la poesía, y sobre todo en la prosa, de Carlos Aparicio, que prestó atención a una franja social y física de la ciudad, como es el arrabal, que había ido prosperando a medida que la ciudad crecía y se alejaba del campo.
            
Se podrían señalar acontecimientos mundiales de ese momento que, debido a la inmediatez que producen los medios de comunicación, acercaron reflexiones externas que fueron asimiladas como propias por el ambiente local; y acontecimientos puramente locales que soplaron en la misma dirección. Entre los primeros, yo me animaría a señalar dos hechos que excedieron su obvia dimensión política (ya que fueron sucesos básicamente políticos), y que generaron por entonces un amplio debate cultural: la revolución cubana, de 1959, y el mayo francés del 68. Entre los acontecimientos locales, es evidente que la creación de dos universidades transformó la realidad de la provincia, especialmente de la ciudad de Salta, dando un marco más sistemático al conocimiento, y acercando nuevas materias y nuevas preocupaciones. La década del 60 yo no la viví en Salta, pero en todas las ciudades (en las grandes, desde luego; pero también en todas las que tenían ambiente universitario) los poetas no nos cansábamos de discutir: fuimos una generación oral, discutidora y con libros bajo el brazo, algo pedante en su formato, pero sobre todo ávida de cuanto conocimiento, idea, teoría o propuesta llegara de cualquier parte. Yo recuerdo que aquí en Salta leíamos con entusiasmo las pintadas que los estudiantes, en mayo del 68, hacían en las paredes de París, Nanterre o Grenoble; tengo todavía un librito que las recopila; aquellos aforismos que proponían con bastante inocencia “la imaginación al poder”, “viva Heráclito, muera Parménides”, “prohibido prohibir”; o aquel otro que decía: “pidamos lo imposible”, sin saber que muchos años antes el Quijote de la Mancha le daba avant la lettre, una respuesta muy sensata a este último aforismo, cuando le dice a Sancho Panza: “mira que al que pide lo imposible, es justo que lo posible se le niegue”. Esa generación, la mía, fue así: ruidosa, intelectualizada y una verdadera esponja para absorber todo lo que andaba por el aire; y eso produjo, en consecuencia, un tipo de poesía que reflejaba los cambios sociales y políticos que se estaban produciendo en el mundo. El golpe de Chile, de 1972, que sacó a Salvador Allende del gobierno y de la vida, fue tratado como asunto propio; y era verdad que el asunto también era propio porque allí se estaba gestando la modificación continental que ocurriría tiempo después. El golpe del 76, con su secuela de muertes y horror, originó una verdadera desactivación cultural en el país: se prohibieron libros, películas, se prohibió el debate, y envió a muchos al exilio exterior mientras dejó a otros en el exilio interior. Aquí debo citar a poetas como Leopoldo Castilla, y al tucumano Mario Romero, que continuaron sus obras lejos de sus tierras, uno en Madrid, otro en Estocolmo, agregando vivencias exteriores a sus experiencias de origen; pero a nadie se le ocurriría negarles pertenencia regional por el traslado físico o por el desplazamiento de sus temas literarios.

Vemos, entonces, que la identidad cultural es algo que se ha ido trastocando, no sólo por el devenir histórico, sino también por la movilidad de quienes la conforman. Durante algunos años, la producción literaria de Salta tuvo un marco referencial fijo. Hoy, al menos por ahora, resulta difícil adjudicarle esta característica; y pienso que en el futuro la movilidad, esta vez por razones laborales, será un dato a considerar.

Me doy cuenta de que he dado un sesgo marcadamente historicista a esta reflexión sobre la identidad cultural de Salta. Para mí, era inevitable, ya que creo que la identidad de algo, o de alguien, no está fijada de una vez para siempre, sino que está en gestación. La identidad no ‘es’ sino que ‘se está haciendo’; la identidad es un largo proceso y, como tal, no nos permite confiar solamente en lo que ya está hecho sino que tenemos que tomarnos el trabajo de seguir haciéndolo. No podemos renunciar a la tarea que nos propone la vida, que por naturaleza, y ahora más que otras veces, es móvil. Esto nos devuelve al asunto de la tradición: qué es lo que recibimos, qué elegimos de esa entrega, y cuál es el aporte que podemos hacerle. Desde luego, estas preguntas no son nuevas: cada tanto se plantean, y es un asunto difícil de resolver, aún en los países con tradiciones hondas y consolidadas. Porque el problema a resolver es, siempre, el presente; que es como decir, el problema de siempre es cómo haremos nuestra tarea. Sobre el pasado ya existe “cosa juzgada”, en términos judiciales: ya tenemos opinión, ya está hecho y, a lo sumo, lo maquillamos cada cual a su gusto. El futuro por su parte, además de ser una amenaza, no existe sino como proyecto que se disputa hoy. Mientras que el presente se mueve, no tiene orillas fijas, nos presenta todo mezclado, tenemos que ser nosotros quienes separan lo válido de lo desechable, y, para más complicaciones, tenemos que hacerlo todo el tiempo.

Cuál es, pues, la identidad actual de la literatura de Salta es una pregunta extremadamente difícil de contestar; cuáles son sus características y signos distintivos es poco menos que una adivinanza que, en el mejor de los casos, puede tener una respuesta tentativa y arbitraria. Contamos, sin embargo, con algunos datos sólidos: las obras de los escritores que he venido nombrando, muchos de los cuales se encuentran en plena actividad. La pregunta más compleja para mí sería por la dirección hacia dónde va, cuáles son los nuevos aportes de las generaciones más recientes, cuál es el sentido de sus preocupaciones. Lo único que se me ocurre decir, y que es consecuencia de todo lo que he venido diciendo, es que no podemos olvidar que los mejores momentos culturales que ha tenido Salta han provenido de la apertura. La endogamia ha sido siempre un mal proyecto; lo peor que nos podría pasar es caer en el autoconformismo, en la alabanza recíproca, como si una cultura fuera una sociedad de socorros mutuos. La tradición cultural, no ya de la provincia, sino de la región, es fuerte y de buena calidad, de modo que debemos usarla a favor: engarzándola en el viento de la época, ya que el viento, por su naturaleza, sirve para ventilar.



No hay comentarios:

Publicar un comentario